lunes, 19 de enero de 2015

Ellas.

Intentaré ser más clara, menos metafórica ahora que he decidido hablar plenamente de lo que pasa por mi cabeza, mis enfermedades y mis angustias. Me daré la oportunidad de sacarme la mierda de adentro, para observarla desde otra perspectiva y volver a meterla donde pertenece.
No espero que sientan lo que escribo, sólo quiero que entiendan.
A veces cuando estoy en la oscuridad, comienzo a sentir un suave aliento que llega desde atrás. Se posa en mis oídos y siento un escalofrío que me recorre el cuerpo. Entonces sé que han llegado.
Les llamaré voces, pero tengan en cuenta que son monstruos. Fantasmas. Miedos. Odio.
No diré que todas las veces pasa lo mismo, porque varía mucho. Están presentes siempre, pero han aprendido a dormir lo suficiente, y creo que me siento sola. Es irónico porque antes sólo pedía un minuto de silencio, y ahora me siento tan vacía y extraña, que me dan ganas de desarmar mi cerebro y volver a despertarlas.
Al principio eran susurros, gritando mi nombre a lo lejos. Hasta llegaba a voltear por la calle pensando que alguien me llamaba. Y qué ingenua fui.
Luego empezó lo preocupante. Cuando aprendieron a hablar y atacaron mis puntos débiles. Cuando empezaron a recorrer cada parte de mis recuerdos y se volvieron mis enemigos.
Siento, la mayoría del tiempo, que hablan sobre mí. Planean cosas a mis espaldas y creen que no puedo oírlos. Se creen tan inteligentes y poderosas. Tan indestructibles. Tan ellas.
Luego vino lo peor. Comenzó la guerra y empezamos a gritarnos mutuamente. El problema es que ellas saben gritar mejor.
Empezaron los murmullos, más gritos, más música, más histeria, más llanto, más sonidos ambientales. Y yo ya no podía con tanta mierda en mi cabeza.
No tienen idea el martirio que es vivir así. Almohadas. Música a todo volumen. Golpes contra la pared. Gritos al aire. Llantos brutales y nada. Nada es capaz de calmar el dolor que se siente allá dentro.
Pero no todo es malo. A veces, cuando gustan, pueden llegar a ser buenas. Complacientes. De ayuda.
Más de una vez me tendieron la mano y yo no hice más que devolvérsela con pastillas y calmantes. Ahora que lo pienso, fui una ingrata. Sabía que los necesitaba y aún así no hice más que quejarme.
Sabía que ésto pasaría. Que estaría necesitándolas una vez más. Que me abrumaría el silencio y el vacío volvería a estar presente.
Y no digo que esté mejor con ellas, pero pasa que cuando estás acostumbrada a una rutina. Cuando pasaste de estar sola a estar acompañada, y luego a estar sola otra vez, es traumático y se siente pésimo.
Pasa que cuando conociste el infierno ya hasta le tomas cariño y no te ves sin él.
Pasa que nos volvemos dependientes de las cosas que nos hacen daño.
Pasa que las necesito. Las necesito para llorar. Para pelear. Para golpear. Para planear. Para vivir.
Porque no vivir en tu infierno, es sentirte ajena. Y sentirte ajena, es estar muerta.




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