Tomo el cigarro entre mis manos.
Lo analizo lentamente. Es suave y cilíndrico.
Tan tóxico y tan inocente.
Me recuerda muchas personas.
Muchos sentimientos.
Y me recuerda a mí.
Antes y después.
Frágil y letal.
Un cigarro que tiene tanto poder de destruirte como se lo permitas.
Un cigarro que puede, y no puede matarte.
Creo que éso es lo que me gusta del cigarro.
Su poder.
También me gusta su olor.
Ese olor que te envuelve y se impregna.
Y cómo no hablar de su efecto.
Sensación de calma y saciedad.
Angustia y tranquilidad.
Nostalgia y felicidad.
Una fumada y comienzo a notar cómo se consume. Y cómo me consume, también.
Lo aspiro hondo, con la pequeña ilusión de que permanecerá por más tiempo en mí.
Lo aspiro una y otra vez, hasta que ya no queda más que su pequeño filtro, rogándome que por favor encienda otro.
¿Y cómo no concederle el deseo?, si lo he matado intentando quedarme con su esencia.
Enciendo el segundo y después pierdo la cuenta.
Cómo no darme el lujo de hablar de su humo.
Tan efímero y tenebroso.
Tan mágico y difuso.
Y su ceniza. ¡Oh!, su ceniza...
Pétalos muertos danzantes que yace en donde te plazca dejarla.
Ceniza que me recuerda cada meta fallida.
Cada intento que se ha quedado a medias.
Ceniza que me muestra la fragilidad de las cosas. Y su capacidad de volar, hasta con el más mínimo viento.
Ceniza que mancha y cubre todo de un color plomo majestuoso.
Ceniza que huele y se dispersa.
Ceniza es lo que somos.
Ceniza es lo que queda cuando ya no tienes nada más para dar.
Ceniza que te recuerda lo cerca que estás de la muerte.
Yo sólo quiero ser un cigarro.
Tu cigarro.
Capaz de consumirte, y capaz de ser consumida.
Y creo que en cierto modo lo fui.
Después de todo...
El cigarro siempre se consume primero, ¿no?
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar