jueves, 28 de mayo de 2015

Oh alcohol, mi amor.

Supongo que mi problema comenzó cuando decidí que estar sobria era una elección, y no una obligación. 
Me convencí de que soy mejor persona con una botella de tequila encima. 

Beber siempre fue el mejor escape a mis problemas, porque si bien, no los solucionaba, el alcohol sabía perfectamente cómo distraerme de aquello que me perturbaba. 
Me convencí y convencí a los demás de que no tenía gracia beber si no te ibas a emborrachar. 
Y entonces cada vez que bebía sobrepasaba un poquito más el límite. 
Hasta que los deshice. Y entonces de pronto ya no tenía límites.  
¿Entonces qué...?

Bebía hasta morir. 
Era una forma de matar mi personalidad real, y crear una falsa. 
Morir para renacer. 
Renacer para luego volver a morir, y así.
Entonces lo entendí...
Si jamás estaba sobria, no tendría que matar a nadie, y sería para siempre la muchacha simpática, que alegra a todos y que la pasa bien. 

Las primeras veces era gracioso. 
Ya saben, despertar en lugares desconocidos, con gente desconocida, vomitada y con esa resaca que sólo me recordaba lo buena que había sido la noche. 
Luego... simplemente, dejó de serlo. 
Los problemas se las arreglan para seguirte a donde quiera que vayas, incluso a morir de borracha. 
Y entonces ya no tenía gracia. Dejó de tenerla. 
Y de pronto ya no bebía para pasarla bien. Bebía para dejar de pasarla mal. Y terminaba pasándola peor. 
La cosa va mal cuando comienzas a beber sola. Porque... ¿A quién buscas impresionar entonces?

Entonces pasa lo que tiene que pasar, en un abrir y cerrar de ojos, me veo aquí. 
Bebiendo para no pensar. 
Bebiendo para pensar. 
Bebiendo para que pase algo. 
Bebiendo para que deje de pasar. 
Bebiendo por beber.

Es gracioso porque todo alcohólico dice siempre: "Yo dejaré de beber cuando quiera". Y sí. Doy fe de que es cierto. Yo sí les creo. 
El problema es... ¿Quién realmente quiere dejar de beber? 
Yo no quiero. 
Incluso si lo necesitara, no querría. 
Me gusta el alcohol.
Es realmente ridículo.





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